Rebecca me lleva de la mano por el Centro de Lima un sábado por la noche. Pasamos por una calle de mala muerte y un grupo de prostitutas nos enseñan sus senos de plástico. Entonces, siento la fuerza de Rebecca entre mis dedos y empezamos a caminar más rápido.
"Esas son las únicas tetas que vas a ver hoy", me advierte, coqueta y desafiante.
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En el Vichama, Rebecca y yo nos movemos bajo el ritmo de una canción hipster que probablemente ella adora pero que a mí me resulta todo un misterio. La chica que baila al lado saca una bolsita con cocaína y le empieza a dar forma a una línea blanca sobre su mano, usando una tarjeta de crédito.
"La flaca del costado es muy tóxica", me dice Rebecca luego de un eterno sorbo a su botella de cerveza barata.
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Cuando se recoge el cabello para vomitar, me doy cuenta que Rebecca tiene las uñas pintadas con los colores del universo. He decidido concentrarme en eso, exagerar su poesía y no enfocarme en el hecho de que está expulsando varias horas de trago en plena Javier Prado a las 5 de la mañana.
"¿Cuándo volvemos a salir?", me pregunta y sé que tal vez nunca más. Las chicas alocadas se terminan aburriendo de mí y las niñas buenas simplemente no salen conmigo.
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