Karen viene a mi casa, como casi siempre. Con su mechón rojo y con el olor a hierba. Con ganas de dormir. Toca el timbre dos veces porque esa es su señal, como una proclamación de intenciones.
Sube las escaleras hasta mi cuarto, en un recorrido que conoce de memoria por la fuerza de la cotidianidad. Se acurruca, como es costumbre, al lado izquierdo de mi cama. Sobre unos libros que ya ha leído y sobre mi brazo, cortándome la circulación.
Sube las escaleras hasta mi cuarto, en un recorrido que conoce de memoria por la fuerza de la cotidianidad. Se acurruca, como es costumbre, al lado izquierdo de mi cama. Sobre unos libros que ya ha leído y sobre mi brazo, cortándome la circulación.
Y con esa mano adormecida le acaricio la espalda. Ese domingo en la mañana ya parece un viernes por la noche.
Karen pone en su celular música de Lou Reed. Nos besamos mientras él nos habla de un satélite de amor que se fue a Marte. Sobre los días perfectos. Mientras aplastamos libros de Murakami y García Márquez.
Entonces, la chica del mechón rojo y el olor a hierba anuncia su retirada. Aunque apenas son las 11 de la mañana, le pido que se quede a dormir.
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